Autor: Censat Agua Viva
04 Septiembre de 2020

Los esfuerzos por hacer visibles las consecuencias de las guerras desde las voces de quienes las sufren directamente han ido ganando terreno en Colombia a partir de la discusión que dio origen a la Ley de víctimas y restitución de tierras en 2011. Múltiples antecedentes existen desde décadas atrás, pero es indudable que esa Ley se convirtió en un hito para las organizaciones y comunidades que buscaron posicionar públicamente la necesidad de incluir las memorias de las víctimas en las narraciones sobre el conflicto interno armado.

De esa manera, se ha ido reconociendo que, para lograr una plena comprensión sobre lo ocurrido en el marco de la guerra, que aporte de manera efectiva en las garantías de no repetición, hay que darles un lugar central a las voces y relatos de las víctimas, en especial de aquellas que han sido particularmente ignoradas y menospreciadas, pues sus lugares de enunciación se consideran inválidos o incluso obvios y, por tanto, innecesarios. Nos referimos a las voces de mujeres, niños, niñas y adolescentes, poblaciones afrodescendientes o indígenas, entre otras, pues no se asume normalmente que sus experiencias representen aportes sustanciales para un relato compartido sobre el conflicto.

Esas otras voces que ganan terreno en los ejercicios de esclarecimiento, no solo se han posicionado porque el Estado o la sociedad les hayan abierto un lugar, sino sobre todo porque lo han buscado, porque han sido las gestoras de una ampliación del escenario público y han logrado que sus miradas sean valoradas, no solo como diferentes, sino como necesarias para tener un panorama de lo ocurrido.

Sin embargo, hay otras miradas que siguen estando tras bambalinas o cuyo reconocimiento apenas inicia. Específicamente, un enfoque que propenda por incluir a la naturaleza de manera concreta en las narraciones sobre el conflicto, una memoria histórica ambiental, apenas se reconoce en los últimos dos o tres años en las enunciaciones más básicas de los ejercicios de memoria, sin que todavía exista un piso muy claro sobre su sentido e importancia.

Desde organizaciones ambientalistas y de base, hemos ido avanzando en la construcción de algunas nociones ­ (como las de naturaleza como escenario, botín y víctima de la guerra), pero sobre todo en el posicionamiento de la necesidad pública para reconocer la importancia de hacer memoria histórica ambiental, justamente porque sentimos que a los relatos del conflicto todavía faltan voces indispensables.

Esas nociones, surgen en nuestras discusiones organizativas y en diálogo con muchas otras organizaciones amigas, al menos desde 2015, y van tomando forma a lo largo de los años a través de espacios como la que llamamos Comisión de verdad ambiental. Se trató de una iniciativa de memoria histórica que propusimos con otras 13 organizaciones y que fue priorizada por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en 2017, año durante el cual realizamos una seria de mesas de trabajo para poner de presente la importancia de la naturaleza, el territorio, los espacios de vida y los bienes comunes en medio del conflicto armado. Buscamos avanzar en la compresión sobre el lugar de la naturaleza en la compleja red de causas y efectos de la guerra, en conjunto con el Movimiento Nacional Ríos Vivos, el Proceso de Comunidades Negras, el Comité de Integración del Macizo Colombiano, la Asociación Minga, el Cinturón Occidental Ambiental, el Observatorio de Conflictos Ambientales de la Universidad Nacional, el Comité Ambiental del Tolima, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, la Fundación Mambe, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo y ASPROCIG.

Posteriormente, como Censat Agua Viva, continuamos elaborando documentos y reflexiones en la misma vía, como el texto “Memoria ambiental y reconciliación, la enunciación de la vida”, así como otros múltiples diálogos en los que hemos reforzado la idea de que la memoria histórica ambiental es una forma de transformar las narrativas predominantes del conflicto armado. Introducir a la naturaleza en este debate, es traer a colación nuevas miradas y voces que puedan hablar sobre cómo la guerra transformó los paisajes, generó procesos de desterritorialización que vaciaron ecosistemas, los transformaron y con ello las relaciones de comunidades que históricamente tenían lazos espirituales y sociales con el agua, las montañas, la fauna, etc. Así mismo, la memoria histórica ambiental reivindica y afirma otros tipos de victimización asociadas a la guerra, por ejemplo, la del desarrollo, buscando asociar también a los análisis de tiempo, modo y lugar, actores e intereses concretos que causaron o se beneficiaron de la guerra, haciendo de la naturaleza su botín y su víctima, además de su escenario. En muchos lugares de nuestro país, la guerra fue una estrategia para el despojo y la apropiación por parte de quienes impulsan y se benefician del modelo extractivo, por lo cual vastas extensiones de tierra terminaron destinándose, por ejemplo, al monocultivo de palma, a la minería o la explotación petrolera, situación que debe ser correlacionada directamente y entendida de manera integral como causas y consecuencias de la guerra.

Es este un camino en construcción, no solo para entender lo que es la memoria histórica ambiental, sino sobre todo cuál es su importancia en un contexto de pos acuerdo, con la complejidad que implica tener que seguir haciendo memoria mientras el conflicto persiste, pero sin dejar de buscar verdad, reparación, garantías de no repetición y justicia, en este caso, no solo judicial, sino también justicia social, política y ambiental. Es en ese camino que queremos compartir algunos nudos analíticos que han ocupado nuestras discusiones.

De la memoria dualista hacia una memoria relacional

Los relatos del conflicto armado pueden ser ubicados temporal, espacial, pero también simbólicamente, rastreando las huellas que dejan en el paisaje las actividades mineras, la construcción y operación de hidroeléctricas, la ganadería extensiva, los monocultivos de palma aceitera, los ríos contaminados por las voladuras de oleoductos y los derrames de tóxicos, las selvas y páramos fumigados y bombardeados. Pero pocos ven en esos paisajes las huellas del conflicto. Estas memorias parecen ausentes en los relatos de la guerra, en buena parte debido a que parten de una visión antropocéntrica fundamentada en una ontología dualista que divide la comprensión del mundo entre cultura y naturaleza, que aborda por separado cada asunto: el mundo como un armario de compartimentos estancos.

Asumir como real la dicotomía cultura–naturaleza es una simplificación y esencialización modernista que convierte al ser humano en sujeto y a la naturaleza en objeto o, más bien, en un objeto a nuestro servicio, cuya dominación estaría plenamente justificada. Esta perspectiva utilitarista y autorreferente, viene recibiendo serias críticas desde los años 70 del siglo pasado. Escuelas de pensamiento como la ecología profunda, resaltan la necesidad de reconocer los valores intrínsecos del mundo natural (incluyendo la vida como valor en sí mismo), más allá del valor económico asignado por los seres humanos. Patricia Noguera, por ejemplo, evidencia que lo ambiental es una dimensión que enriquece, amplía, transforma, transgrede esa supuesta verdad universal y única, que debe ser ‘descomprendida’.

Estos y muchos otros planteamientos desde los más diversos espacios y cosmovisiones, rechazan una ontología dualista y proponen una ontología relacional, resaltando la diversidad de las construcciones culturales en la naturaleza, reconociendo que los ambientes son materiales e inmateriales, que son conjuntos de interrelaciones entre estas esferas, son cambios y continuidades. En esta vía, la ecología empezó a plantear que es imposible estudiar la naturaleza sin incluir a la especie humana; así mismo la antropología cuestionó el comprender las culturas desligadas de la influencia del ambiente y las formas en que define actitudes, saberes y formas de ser de la humanidad.

Cuestionar la dicotomía antes descrita deslegitima la jerarquización y dominación de la naturaleza por los seres humanos y nos hace mover del enfoque antropocéntrico hacia un enfoque ecocéntrico, que comprende al ser humano como un actor más en medio de una gran diversidad de seres y no como un punto culmen o un ser superior a “lo natural”. No se trata de invalidar al enfoque antropocéntrico y su importancia histórica, por ejemplo, en la consolidación de los derechos humanos, sino de complementarlo con un enfoque holístico, capaz de ofrecer un fundamento conceptual nuevo para consolidar derechos universales que amplían nuestro horizonte humano. Complementar nuestros análisis y decisiones con el enfoque ecocéntrico no significa desconocer que nuestras filosofías y consciencias son hechas por humanos y por lo tanto también las valoraciones con las cuales nos relacionamos con la naturaleza, pero reflexionar sobre los valores intrínsecos de la naturaleza, incluso si muchos escapan a nuestra comprensión o si solo podemos nombrarlos a partir de los que reconocemos y reivindicamos para nosotros mismos, es un paso hacia el reconocimiento de la naturaleza como sujeto y no solo como el espacio que los humanos habitamos.

En el marco de la justicia transicional se refleja el debate señalado. Las memorias y construcciones de verdad histórica consolidadas en el ámbito latinoamericano han sido elaboradas desde un enfoque antropocéntrico. Es decir, los procesos de esclarecimiento de la verdad, justicia, reparación y no repetición se centran en las dinámicas sociales (humanas) del conflicto armado, como si a los seres humanos se les pudiera abstraer del contexto que habitan, de su territorio y la relación que tienen con este último, y como si la guerra misma no tuviera en esos lugares concretos muchas de las razones que lo motivan o alimentan. Y, aunque para el caso colombiano es cierto que tanto la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad -CEV- como la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP- contemplan al territorio como una variable de análisis en la cual se reconoce la integralidad de los lugares, con sus relaciones materiales e inmateriales, siguen siendo análisis cuyo punto de partida y de llegada somos los seres humanos y la naturaleza está allí como el escenario en que se despliegan los actores y factores de la guerra. Los impactos que esta ha generado en los territorios son leídos en tanto tienen repercusiones en las condiciones de vida de las víctimas, sobre todo en materia económica cuando se les quitaron la tierra para la siembra.

Desde una ontología relacional, buscamos construir una memoria en la cual nos preocupamos por los impactos de las relaciones físicas, emocionales y simbólicas entre comunidades y naturaleza cuando ella es escenario de la guerra, pero también por los impactos que sufre como naturaleza en sí, cuando es víctima o botín del conflicto. De ese modo, en esta forma de entender la vida desde un enfoque antropocéntrico enriquecido con un enfoque ecocéntrico, se cambia la estructura narrativa de los trabajos de memoria porque se crean nuevas preguntas y categorías de análisis.

Las construcciones de memorias relacionales sobre los impactos y los conflictos socioambientales se hacen aún más urgentes cuando entendemos que los ejercicios de memoria no consisten solo en recordar el pasado, sino que hay una relación dialéctica con el presente. Cada vez que hacemos ejercicios de memoria de manera colectiva, aportamos a la construcción social de sujetos en la medida que somos confrontados con recuerdos de otros y otras, nos hacemos parte de algo más, ponemos en común nuestras certezas y contradicciones, para dar lugar a un relato enriquecido, si bien no libre de disputas. Siendo este nuestro punto de partida, resulta evidente que las memorias no se limitan a ser discursos que construyen narrativas, sino que las traspasan y se convierten en acción social con capacidad de transformación. En esta medida, hablar de memoria histórica ambiental nos permite confrontar las relaciones que ha roto la guerra entre las comunidades con la naturaleza, entender las formas en que esta última es recordada como sujeto en el conflicto, y transformar los impactos, vejámenes, daños y afectaciones que ha dejado la guerra en los territorios.

La memoria histórica ambiental, una memoria contrahegemónica

Antonio Gramsci introduce el concepto de hegemonía, entendiéndola como la situación en la que la clase dominante hace parecer como consensos o modelos naturales, las estructuras y modos de pensar y ser que, en realidad, son constructos sociales que la benefician. Para ello se apoya en un Estado educador que usa fuerza y represión, combinada con su habilidad de construir una racionalidad pedagógica mediante la cual logra consolidar su liderazgo cultural, ético y moral.

Una parte de esta hegemonía es precisamente la historia, frente a la cual la memoria se constituye en un campo de batalla sobre los significados y comprensiones del mundo, una disputa entre quienes están en el poder consolidando su narrativa dominante sobre el pasado, desde su lugar de poder del presente y con miras hacia el futuro, es decir, una historia oficial, y quienes se lanzan a construir relatos contrahegemónicos, memoria, desde prácticas y discursos otros que no necesariamente concuerdan con el modelo patriarcal, neoliberal y antropocéntrico que alimenta el conflicto armado, lo atraviesa y persiste más allá de él.

Existen muchas memorias contrahegemónicas sobre la guerra en Colombia, construidas por mujeres, indígenas, afros, campesinos, personas LGBT, así como también de sectores ambientales que exigimos ser tenidos en cuenta en la construcción de la verdad. La memoria histórica ambiental es, entonces, una de esas memorias contrahegemónicas que se declara en oposición a este consenso patriarcal, neoliberal, antropocéntrico y además extractivista, consenso hecho pedagogía, que soporta ideológicamente el conflicto interno armado en Colombia y que se hace patente a través de discursos, imaginarios, símbolos, leyes, partidos políticos, medios de comunicación, universidades, escuelas, organizaciones, empresas, etc. Según ese acuerdo hegemónico, la extracción de bienes comunes es el único camino hacia un bienestar social y económico factible, necesario tanto para financiar la guerra como para financiar la paz. Este discurso hegemónico no solo es parte integral de los relatos oficiales, sino que generalmente también está en la base o trasfondo de muchas memorias que relatan el dolor y demandan, legítimamente, verdad, justicia y no repetición, pero no abordan o cuestionan los orígenes, actores, intereses concretos de la guerra, imbricados en buena parte con la naturaleza.

Así, la narrativa dominante del discurso desarrollista tiene como consecuencia la ausencia de la naturaleza en los actuales esfuerzos de construcción de memoria histórica, pues se la asume como un objeto cuya relevancia reside solo en su materialidad espacial y geográfica, así como en los recursos que de ella puedan obtenerse. La memoria histórica ambiental se opone a ello, al promover un trabajo holístico y relacional que permite entender los impactos que ha sufrido la naturaleza y los impactos que han sufrido las relaciones materiales, simbólicas y espirituales de la naturaleza.

Ahora bien, el carácter contrahegemónico de la memoria no se reduce a un nombre contrapuesto a la llamada historia oficial, ni tampoco siquiera a que sea construida por actores no tradicionales, ya que su discurso puede solo relatar hechos sin contexto o incluso hasta seguir reproduciendo explicaciones justificatorias del conflicto. Una memoria contrahegemónica, debe propugnar por una comprensión profunda sobre los andamiajes que están tras el conflicto armado, no solo para narrar tiempo, modo y lugar de los hechos, sino para procurar que la comprensión al respecto permita desarmar esas estructuras que alimentaron las disputas, en busca de la no repetición.

Estar alerta a que nuestras memorias no sean despolitizadas en el camino de la construcción de verdad al nombrar las y los sujetos sin resaltar las violencias estructurales de las cuales fueron víctimas, y que de esta manera sean absorbidos por la memoria hegemónica, debe ser una práctica permanente. Es decir, se trata de velar porque los relatos que se construyan desde otros rincones, conserven el carácter contrahegemónico que reside en el fondo mismo de la noción de memoria, en lugar de constituirse en narraciones generales sobre episodios repudiables, que parecen haber caído como plagas inexplicables sobre personas inocentes.

La memoria histórica ambiental para el “retorno in situ”

Cuando hablamos de memoria ambiental en el marco del conflicto armado, no hablamos de un inventario de ecosistemas perdidos o afectados, aunque ciertamente hace falta contar con ese tipo de registros. Para nosotros, la memoria histórica ambiental es ante todo una práctica transformadora de compartir recuerdos y sentimientos colectivos sobre los impactos que genera la guerra al disputar, ­destruir y aprovecharse de la naturaleza, sobre la que pesan intereses que alimentan el conflicto. También es una práctica de sanación cuando permite que la gente reconstruya lazos sociales rotos y se reencuentre con sus entornos naturales, que han sido víctimas igual que ellos y ellas, para resignificar sus relaciones con las aguas, las montañas, las selvas y la tierra. Se trata, en todo caso, de un proceso que no está libre de sufrimiento y contradicciones, pero que es una forma de tramitar el dolor y procurar transformarlo para recuperar el derecho a pensar y construir el futuro.

La memoria histórica ambiental ofrece la posibilidad de ampliar nuestro horizonte analítico en los trabajos de memoria, pues va más allá de indagar por los impactos causados por el conflicto armado entre humanos. Nos permite preguntarnos, por ejemplo, por 1) el daño que dejó el conflicto en la naturaleza por ser naturaleza, entendiéndola como una bodega de recursos disponibles para saciar necesidades humanas; 2) las rupturas causadas en el relacionamiento material, emocional y simbólico entre seres humanos y naturaleza (sin desligarlos); y 3) las secuelas en las identidades y marcas en los cuerpos individuales y colectivos, cuando las prácticas cotidianas son trastornadas a causa de la destrucción de la naturaleza.

En esta parte nos centraremos en las rupturas de los relacionamientos entre naturaleza y seres humanos, que se ven fuertemente alterados en los lugares de la guerra cuando los ríos y lagunas son usados como botaderos de cuerpos, las selvas bombardeadas, la tierra minada, los lugares sagrados profanados. Hay quienes entienden estas destrucciones y las fracturas que generan como un “desplazamiento in situ” que sufren quienes logran resistir en sus territorios a pesar de las crueldades de la guerra o incluso quienes retornan a sus lugares desde donde fueron desplazados, pero donde ni el espacio ni las relaciones que conformaron esos territorios son las mismas. Ríos que se convirtieron en símbolo de la muerte y cuya contaminación, desaparición o veto ya no permiten ni pesca ni paseo de olla; selvas despedazadas o convertidas en monocultivos, que ya no alojan las anécdotas de la infancia sino las esquirlas de las bombas y los recuerdos de quienes murieron allí; tierra fértil convertida en un desafío perverso de una ruleta rusa donde el caminar puede activar una mina y costar la vida.

Existe un vacío en la comprensión del impacto que los daños en la naturaleza generan en las poblaciones, daños que significan rupturas en dimensiones tanto materiales, como simbólicas, espirituales y emocionales. La destrucción de entornos naturales puede ser traumática y llevar a depresiones y crisis profundas, porque nuestras identidades se construyen en consonancia con referentes histórico-geográficos gracias al permanente intercambio con el entorno biofísico y social. El arrasamiento del entorno natural tiene por lo tanto impactos inmediatos y de largo alcance en la identidad individual y colectiva, en las relaciones sociales, provocando vacíos de sentido de pertenencia, causando la vivencia de “desplazamiento in situ”, cuando ya ni reconozco el lugar en el que estoy.

La memoria histórica ambiental no puede deshacer estas fracturas, pero sí ayudar a reflexionar sobre ellas, a expresar los dolores que generan y a resignificar y recuperar los lugares donde ocurrieron estos hechos. Volver a esos espacios de manera consciente e intencionada, para contar lo ocurrido y transformarlo, es permitirse un “retorno in situ” cuando se logra establecer nuevas relaciones con los entornos naturales que, igual que las comunidades, no fueron causantes sino víctimas o botines de la guerra. Reconectarse con la naturaleza sin dejar atrás lo vivido, incorporando los recuerdos y dolores en este nuevo encuentro entre viejos amigos es una tarea de años, un ejercicio de sanación entre iguales.

De hecho, en muchos territorios esta práctica del “retorno in situ” hace parte de la vida cotidiana tanto a nivel individual como comunitario: un ritual con el río para regresar con él a pesar de los cuerpos desmembrados que fueron rescatados en silencio o que se dejaron navegar a un destino desconocido; una peregrinación por la montaña para volver a sentir su fuerza y no la de las bombas que destruyeron el hogar, volver a cultivar para recomponer la relación de mutuo sustento. Estas y muchas otras prácticas que resignifican las relaciones con la naturaleza, son caminos para sanar las fracturas generadas por la guerra, son formas de resistir como territorio.

La memoria histórica ambiental invisible

¿Cómo las experiencias se vuelven recuerdos, los recuerdos memorias y las memorias verdades? Esta sucesión no es casual ni se da por defecto. Para que los recuerdos puedan convertirse en memoria debe haber un proceso de reflexión, de compartir, de ser escuchado. Y así mismo sucede con la memoria. Esta solo se convierte en verdades cuando es relatada en común, reconstruida, reflexionada, escuchada y compartida ampliamente. Hay un gran número de condiciones que facilitan o impiden la transformación de recuerdos en verdad pasando por la memoria. A continuación, quisiéramos señalar un argumento por qué la memoria histórica ambiental aún no hace parte de los relatos de la verdad: la experiencia represiva.

En sus tratados sobre el proceso de construcción de memorias y verdad en el caso de Chile, Isabel Piper señala que las víctimas en sus ejercicios de memoria suelen nombrar sobre todo las violencias que mayor impacto les han generado. Estas son catalogadas como experiencias represivas y pueden referirse a la desaparición de seres queridos, la tortura, las amenazas de muerte. Estos impactos que atraviesan la dignidad humana y rompen las personalidades, opacan muchas veces otras vivencias, pues pueden haber tenido efectos tan dolorosos que generan impactos psicosociales específicos, mientras que otras violencias vividas, que también impactan la vida, se naturalizan en el marco de la guerra, como puede ser la presencia de actores armados paraestatales durante años con la imposición de normas, como también la soledad o la pobreza. Estas otras violencias muchas veces no son concebidas dentro de la categoría de experiencia represiva y son ubicadas jerárquicamente en un estatus inferior. Se cuasi normaliza en los relatos individuales y en las comprensiones colectivas la presencia armada, la amenaza latente, la extorsión, el miedo permanente, y son asumidos dentro de la cotidianidad. Aunque esas situaciones constituyen los regímenes de terror dentro de los cuales ocurren los hechos de experiencia represiva, la represión cotidiana poco se relata en los ejercicios de memoria.

En el caso colombiano, esa capacidad de adaptación o normalización de la guerra, se convirtió en una estrategia de sobrevivencia. La masacre del 16 de mayo de 1998 en Barrancabermeja duró un día, el conflicto armado aún permanece. La masacre de Mapiripán en el Meta duró una semana, el poder paramilitar años y las disputas por el control territorial permanecen. La masacre en El Salado duro dos semanas, la presencia paramilitar en los Montes de María años y la guerra sigue latente; desafortunadamente esto se puede ejemplificar con distintos actores armados, en numerosos territorios y en un país donde el miedo, el temor y la amenaza siguen latentes como la misma guerra. Gracias a los trabajos de memoria, hoy día se conoce de estas experiencias represivas vividas por la gente y se busca entender cómo fue que hicieron parte de una estrategia de guerra en la consolidación de poderes territoriales de parte de grupos armados. Pero también en Colombia resulta suceder lo que Piper observa para el caso chileno: se sabe mucho menos del dolor y trauma inmenso que sufren aquellas personas que por sobrevivencia normalizaron la represión cotidiana en los lugares de la guerra, que el dolor concentrado en los hechos más atroces.

Con los daños en la naturaleza sucede algo muy similar. Estos crímenes no están catalogados como experiencias represivas, entre otras, porque no son crímenes de corta duración sino de meses y años, que tienden a normalizarse. Después de tantos otros, un cuerpo flotando en el agua termina por ser uno más; el petróleo que contamina un río es una noticia más (y eso si es por la voladura de un oleoducto, pero no por la operación de un campo de extracción impuesto a la fuerza que deja graves impactos sociales y ambientales a perpetuidad). Los campos minados avanzan en las zonas rurales igual que los bombardeos y constriñen el paso por los lugares más habituales. Una represa o una mina se asientan en el territorio y lo transforman a costa de dolor, mientras el discurso del desarrollo justifica su presencia y, muchas veces, los actores armados la imponen o facilitan. Se aprende a vivir con estos crímenes contra la naturaleza por las malas. Los daños son paulatinos e inconmensurables, y tanto naturaleza como seres humanos nos adaptamos e integramos esta nueva realidad. De esta forma, el daño ambiental se normaliza, luego, no existe en los discursos.

La memoria histórica ambiental, un nuevo enfoque para entender el conflicto

Vemos en la reconstrucción de memoria histórica ambiental una potencia transformadora que se arraiga en su capacidad para resignificar las experiencias dolorosas individuales, recomponer el tejido social roto e incluso las relaciones de la naturaleza, afectada también como resultado del conflicto armado. Sin embargo, el sentido de la memoria no se agota allí, pues su capacidad transformadora puede llegar incluso a servir como escalón para disputar los discursos hegemónicos sobre el desarrollo, cuya carga positiva obstaculiza que se lo relacione con la maraña de causas y consecuencias de la guerra misma.

Por eso planteamos que la memoria histórica ambiental es una memoria contrahegemónica cuyo hilo narrativo no tiene todavía un lugar en los relatos de esclarecimiento en Colombia, en los que la naturaleza se sigue analizando, fundamentalmente, como escenario de la guerra, pero no como botín o víctima, entre otros posibles lugares que podría tener al ser un actor y no solo un trasfondo. Ahora bien, valdría la pena aclarar que estas categorías ya han sido puestas en la esfera pública y, por tanto, están siendo usadas por actores sociales, oficiales o no, sin que exista necesariamente una comprensión de las motivaciones que les dieron origen o las búsquedas que existen para no solo llegar a nombrar a la naturaleza en los relatos, sino a transformar la visión antropocéntrica y los enfoques dualistas que sustentan la historia oficial. En esa historia, incluso, muchas veces están incluidos actores que, en principio, serían también contrahegemónicos en su lucha por visibilizar sus victimizaciones, pero cuyos discursos no necesariamente disputan ese statu quo narrativo.

Es, entonces, la memoria histórica ambiental un posicionamiento teórico y político, que propende por comprensiones relacionales apoyándose en el enfoque ecocéntrico, para hacer frente a las narrativas hegemónicas, teniendo ella una identidad contrahegemónica dentro del actual consenso social. Abordar el conflicto desde la perspectiva ambiental permite entender que la naturaleza vuelta objeto para la explotación y la mercantilización, se convierte también en víctima y botín. Si queremos entender más holísticamente las lógicas del conflicto, sus causas, discernir quiénes fueron sus impulsores y beneficiarios, las dinámicas de territorialización, entre otros asuntos, para procurar desarmar en el futuro una nueva ola de violencia, hay que enfrentar que la naturaleza es el lugar concreto donde se produjo esta guerra, el botín a disputar y la víctima por excelencia. Por lo tanto, la elevamos como elemento transversal de análisis.

La memoria histórica ambiental es una forma de complementar nuestras comprensiones sociales del conflicto y estos son apenas algunos aportes para la discusión, ¡para que el olvido no sea la última memoria!

En este texto entendemos al ser humano como parte e integral de la naturaleza, pues es y actúa como cultura dentro de ella. No es posible entender al ser humano fuera de la naturaleza, sino como ser y sustancia dentro de ella que se crea, se recrea a sí misma. Se hace explícita esta noción puesto que la modernidad y su carga simbólica nos han hecho pensar que la naturaleza y la cultura son diferentes. (Para más información ver Noguera, P. (2004) El reencantamiento del mundo, Ángel, A. (2001) El retorno de Ícaro)